Al subir unos viejos tramos de
escaleras encontró una capilla, en la que vio a unas monjas rezando;
por alguna razón inexplicable, se detuvo en ella.
Ateo perfecto
Para André Frossard, Dios no era
más que un producto a medio camino entre la estupidez y la
superstición. La ciencia, en su avance imparable, había desnudado
las absurdas pretensiones religiosas sobre la Creación, así que
André no consideró siquiera la posibilidad de que sus padres
errasen al educarle en un ambiente militantemente adverso a toda
inquietud espiritual.
El pequeño André creció huérfano de navidades,
de relatos piadosos y de oraciones al acostarse. Su madre era una
atea de origen protestante y su padre, Oscar Frossard –judío-, un
destacadísimo socialista que encabezó la adhesión a Moscú de una
parte importante del Partido Socialista, convirtiéndose nada menos
que en el primer secretario general del Partido Comunista francés.
El joven negaba, por principio y a modo de tradición
familiar, la existencia de verdad alguna. Pero si, en un rapto de
locura, hubiera tenido que admitir la posibilidad de que aquella
existiera, la Iglesia habría sido el último lugar al que habría
ido a buscarla, pues “a la Iglesia sólo la conocía a través de
alguna de sus chapuzas temporales”. El ateísmo de Frossard no
consideraba a Dios sino como el espejismo de un mundo oscuro; en
pleno siglo XX, la luz de la ciencia deshacía el hechizo de milenios
de infancia intelectual.
La Luz
Con esos veinte años, el joven Frossard marchó a
París a probar suerte en el periodismo. Entró en nómina de un
diario socialista, en el que hizo un amigo que resultó ser católico
y con el que mantuvo encendidas discusiones. Al calor de aquellas
disputas, Frossard fortalecía su convencimiento contrario a toda
religión. Sin embargo, y contra toda probabilidad, la amistad entre
ellos se consolidó con rapidez.
Vagaban juntos por la ciudad, visitando los rincones
del cosmopolita París de los años treinta. Como tantas otras veces,
una tarde del mes de julio de 1935, en el centro mismo de París,
André aguardaba a su amigo en un coche. Este había entrado en un
portal, y se dirigió a uno de los pisos para hacer un recado.
Durante unos minutos, André aguardó, paciente.
Pero, de pronto, sintió la necesidad de ir a
buscarle. Abandonando el coche, se dirigió al portal. Al subir unos
viejos tramos de escaleras encontró una capilla, en la que vio a
unas monjas rezando; por alguna razón inexplicable, se detuvo en
ella. Su mirada se trasladaba de una parte a otra del recinto, sin
reparar en nada en particular cuando, ignorante de su significado,
André fijó su atención en los cirios que escoltaban lo que tampoco
sabía era el Santísimo. En ellos quedó fijo.
Fue entonces cuando se abrió “un mundo distinto,
de un resplandor y una densidad que arrinconan al nuestro a las
sombras frágiles de los sueños incompletos”. Fue como el
desgarrón en un toldo que ocultaba el cielo; Dios le había
conducido a latitudes ignotas. “Él es la realidad (…) hay un
orden en el universo, y en su vértice, la evidencia de Dios, la
evidencia hecha presencia de Aquél a quien yo habría negado un
momento antes y a quien los cristianos llaman Padre nuestro…”.
Lo que contempló Frossard resulta tan difícil de
explicar que ni él mismo pudo hacerlo adecuadamente (“el pintor al
que le fuera dado entrever colores desconocidos ¿cómo los
describiría?”), aunque sí supiera trasladarnos maravillosamente
sus consecuencias. El ateo sin fisuras se transformó en un católico
de pies a cabeza. A través de su experiencia mística, Dios había
sembrado en su alma los principios del catolicismo hasta el punto de
que todo lo que le fue enseñado por los sacerdotes en adelante le
resultó sabido (pese a no haber oído nunca antes hablar de ello).
Su excursión le dejó estupefacto: le había sido
concedida la contemplación de la realidad última, un mundo distinto
a todo lo conocido: “…yo lo he visto alzarse más bello que la
belleza, más luminoso que la luz (…) es un mundo de una plenitud y
de una densidad prodigiosas (…) hacia ese mundo, donde tiene lugar
la resurrección de los cuerpos, todos nos dirigimos.” Y no se
trata de una realidad espectral, sino todo lo contrario: “No
entraremos en una forma etérea, sino en el corazón de la vida
misma, y allí experimentaremos esa inaudita alegría multiplicada
por el misterio central de la efusión divina…”
El valor de un testimonio
No podrán esta vez los descreídos justificar en la
ignorancia de una adolescente y analfabeta pastorcilla la razón de
tan sobrenatural avistamiento. Y no podrán porque, para los más
escépticos, habrá que recordar que nuestro buen Frossard
resultó ser un intelectual muy familiar en la Francia de la segunda
mitad del siglo XX, durante tres largas décadas a cargo de una de
las páginas más afamadas de Le Figaro. Miembro de
la Academia Francesa, no se decidió a publicar hasta 1969 su rapto
místico, casi treinta y cinco años después de ocurrido y cuando
arreciaba en Occidente el desesperanzado huracán existencialista.
La sobrecogedora experiencia de Frossard no tuvo
nada de alucinógena, ni pudo deberse a una conjunción ocasional de
factores; de hecho persistió, si bien con decreciente intensidad,
durante un mes. André jamás se recuperó de su sorpresa, hasta el
punto de escribir, un poco juguetonamente; “Sé la verdad sobre la
más disputada de la cuestiones: Dios existe. Yo me lo encontré…”
Sí, se lo encontró justamente cuando no iba en Su
búsqueda. Y quedó prendado de aquella “dulzura no semejante a
ninguna otra”, como ningún amor humano lo puede: “Amor, para
llamarte así, la eternidad será corta”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario