El Premio de la Concordia concedido a la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios me recuerda las palabras que dediqué el año pasado en este escenario a todas las personas que, sobre todo en África, luchan con entrega, generosidad y profesionalidad contra la pobreza y las enfermedades, como el ébola. En particular, a tantos cooperantes, voluntarios y religiosos españoles que trabajan —que se entregan— por todo el mundo, para aliviar el sufrimiento de los más desfavorecidos. Unas palabras que quiero repetir ahora: todos ellos son, todos vosotros sois, un verdadero orgullo para España.
En esa tarea, la Orden Hospitalaria es ejemplar. Los
Hospitalarios, que conocen muy de cerca el dolor humano, desempeñan una
labor abnegada, pero inherente a su razón de ser, a su fe, a su sentido
del deber. Por eso, además, su ejemplo, su ejemplo sublime de compasión y
caridad, de generosidad y alegría, es una llamada de alerta constante
para todos nosotros.
Cuando con su obra dan testimonio de vida verdadera,
sabemos que sin su entrega, sin su misericordia, todos estaríamos un
poco más solos, un poco más desprotegidos. Les damos las gracias desde
el fondo de nuestros corazones por esa labor humilde y grande al mismo
tiempo; se las damos por su amor, que nos permite oír —incluso en medio
del griterío ensordecedor o de ese silencio, a menudo, por desgracia,
cómplice y culpable— las voces de la gratitud y del consuelo.
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