sábado, 5 de septiembre de 2020

Id y Evangelizad: «La injusticia no puede ser la última palabra»

La esposa que espera

La Iglesia y -en ella- cada uno de nosotros somos la esposa de Cristo. Cada día renovamos el desposorio en el Sagrado convite (Sacrum convivium) en el que la unión con el Amado es también corporal, unión de cuerpos en el mismo Espíritu.

La Iglesia, pueblo sacerdotal, raza escogida (1 Ped 2, 9) en torno al Altar encuentra el gozo más profundo porque el Esposo ya está con ella para siempre. Este gozo, resplandor de la gloria del Cordero, es su fortaleza.
Pero, el Esposo no se muestra del todo, está velado en la misma medida que ofrecido por y para nosotros. La razón de su ocultamiento es que su Cuerpo, su Iglesia y en ella el resto de la humanidad, sigue sufriendo mientras peregrina en este mundo hasta la Pascua definitiva. Todo sufrimiento es causado por el pecado, y acaba en la muerte.
El mayor pecado, según el propio Cristo y la Tradición de la Iglesia, es la opresión de los débiles, desnudada en decenas de páginas de la Escritura como la del crimen del rey Ajaz contra el anciano Nabot que cuidaba con ternura de la herencia de sus padres, una sencilla viña. El poderoso manipuló testigos, jueces y pueblo para despojar y asesinar a Nabot y así disfrutar de su viña. La ira de Dios, manifestación de su Justicia y Misericordia, actuó inmediatamente, aunque le dio oportunidad de arrepentimiento Ajab. La historia de nuestra humanidad está tejida con millones de Nabot, con un abismo de pecado que se cobra la vida de los más indefensos. Hambre, esclavitud, abortos… pornografía, corrupción, explotación…
El Cuerpo, en especial el Corazón del Esposo están heridos. Sangran por tanto pecado y por sus víctimas. La pandemia provocada por el nuevo coronavirus también es fruto del pecado, aunque sea de lo que menos se hable. Una pandemia que enferma a toda la humanidad, pagando justos por pecadores, porque esa es la característica más propia del pecado, la injusticia que genera.

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