Papa Francisco
Aprendí a rezar de mi abuela. Mi abuela es la que me enseñó a rezar y también me dio la devoción a San José. Luego, los padres espirituales que tuve, tanto en el seminario como en la Compañía, me ayudaron a seguir adelante en la experiencia de la oración.
Entre ellos quiero mencionar al padre Miguel Ángel Fiorito, jesuita argentino, profesor de filosofía, pero también un entusiasta de la espiritualidad. Sus obras se han publicado ahora también en Italia: un gran maestro espiritual que me enseñó a crecer en mi modo de orar. Dio muchos cursos de espiritualidad. Me enseñó a rezar como hijo y no buscando los caramelos del consuelo: ¿cómo se reza? ¿Cómo acostumbrarse a rezar? ¿Qué hacer cuando hay consolación o incluso desolación, cuando no hay ganas de rezar? Ha sido para mí un maestro de vida espiritual. A lo largo del tiempo, mi formación en la oración sigue siendo la misma.
Incluso como Papa, nada ha cambiado: rezo como siempre, con los ritmos de siempre. A veces algunas oraciones vocales, a veces ante el Santísimo Sacramento soporto algunos momentos de aridez. Mi oración ha seguido con las cosas bellas y con las no tan bellas. A veces pienso que tengo que rezar más, esto sí. No hay tiempo, pero debo rezar más. Siempre, pues, estoy apegado a la Liturgia de las Horas, no la dejo nunca: por la tarde las Vísperas, luego más tarde el oficio de las Lecturas, por la mañana Laudes y luego la Misa. Y luego la oración mental, la oración de meditación, cuando tengo un poco de tiempo intento tener una pequeña conversación y pedirle algo al Señor, pero tengo miedo de que me responda...
Y luego está el Padre Nuestro, la Oración de Jesús. ¡Ahí está todo! Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a rezar, no llamó a un catequista para que los instruyera en alguna metodología de oración, o a algún especialista en el arte de la oración. Les dijo: «Digan así: Padre nuestro» (cf. Lc 11,2). El Padre nuestro es la oración universal, la oración de los hijos, la oración de la confianza, la oración de la valentía y también la oración de la resignación. Es la gran oración.
Y están las oraciones a María: yo también tengo una gran confianza en la Virgen, rezo siempre el Rosario. Me gusta sentirla cerca, porque es Madre y nos guía. Hay una historia muy bonita, por supuesto es una leyenda, que nos cuenta cómo la Virgen salva a todo el mundo. Es la historia de Nuestra Señora de los malandrines, protectora de los ladrones. Ellos roban, pero como le rezan, cuando uno de ellos muere, la Virgen, que está en la ventana del paraíso, le dice que se esconda. Y le dice que no vaya donde Pedro, que no le dejará entrar. Pero al atardecer, abre la ventana del paraíso y le deja entrar desde allí. Me gusta esto: la Virgen es la que te deja entrar por la ventana. Es casi de contrabando. Como en Caná. El Señor no tuvo la libertad de decir que no. Ella hace esto con su Hijo. Ella es así: omnipotencia suplicante.
También es por esta confianza por lo que siempre pido a la gente que rece por mí al final de mis discursos públicos. Necesito que la comunidad me apoye en este servicio a la Iglesia. Si la Iglesia no te apoya con la oración, estás acabado. La comunidad debe apoyar a su obispo y el obispo debe rezar por la comunidad.
La oración abre el corazón al Señor, y cuando el Espíritu entra, dentro te cambia la vida. Así que hay que rezar, abrir el corazón y dejar espacio al Espíritu. Rezamos a Jesús, al Padre, a la Virgen, pero no solemos hablar al Espíritu Santo en la oración. En cambio, es el Espíritu Santo quien cambia nuestro corazón, entra en nuestro corazón y lo cambia. El Padre no nos unge, el Hijo no nos unge. Es el Espíritu quien nos unge con su presencia y es la unción del Espíritu Santo la que me hace comprender bien la realidad de la Iglesia y el misterio de Dios.
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