Camboya. Superviviente de los campos de trabajo forzado del régimen de Pol Pot, la ex intelectual budista CLAIRE LY cuenta su conversión al catolicismo. El vínculo con un Dios que ha irrumpido en el silencio de la prisión y el encuentro con la humanidad de Jesús: «La fe no es un salto al vacío o una idea. Es un camino»
«Mírame. He sido valiente. Tienes que aplaudirme». Por la noche, bajo la luz débil de su celda, habla siempre y sólo con él. Con su enemigo. Incluso le ha dado un nombre: “el Dios de los occidentales”. No existe, es sólo el objeto mental sobre el que concentrarse: como intelectual budista seria, le ha elegido para descargar en Él su rabia y su angustia. Para no morir de dolor. Y para no traicionar la coherencia de la vía media que conduce al nirvana. «En el budismo no se pueden experimentar sentimientos negativos, y Él era el único al que podía contar lo que estaba viviendo». Prisionera de la violencia de un killing field, los campos de trabajo forzado creados por el régimen de Pol Pot para llevar a cabo la utopía comunista.

¿Y Él? «¡Él nunca aplaudió!», te suelta hoy con una carcajada de niña, cuarenta y cinco años después: «Pero en aquel silencio supe que Él existía».
«¡Existo!»
En la actualidad es profesora en el Instituto de Ciencias y Teología de las religiones de Marsella; vive en Francia desde 1980. Ha sobrevivido a cuatro años de régimen y cárcel que exterminaron a dos millones de camboyanos. Cuatro años de homicidios sumarios y fosas comunes, y para ella de diálogo con un Dios que era un culpable perfecto: «Porque el marxismo había nacido en occidente, y yo necesitaba algo que fuese muy grande con lo que poder desahogarme. Me estaban quitando mi identidad».

En ese momento empieza a gritarle al “Dios de los occidentales”: «Durante dos años le insulté, sin preocuparme de su existencia. Pero esto creó un espacio entre Él y yo». Un espacio «necesario», dice ella, «completamente distinto de la divinidad que engloba todo». Cuenta lo que comenzó a partir de ahí como un gran misterio de amor. «Es así. En un amor agradeces siempre ser amada y dejas al otro la posibilidad de herirte. Yo empecé a dejar a Dios incluso la posibilidad de hacerme daño, de no responderme. Sin darme cuenta de ello, de golpe nos vimos libres los dos». Sólo con el tiempo comprendería el significado de esa relación y de esa libertad.


Emprende el camino de los refugiados hacia Tailandia, y desde allí, en 1980, emigra a Francia. Una de las primeras cosas con las que se topa, en sus nuevos estudios, es una encíclica de Juan Pablo II, la Dives in misericordia. «La leí y, como filósofa, quería verificar su coherencia. Por eso fui a ver a un sacerdote que me había ayudado nada más llegar y le pedí un ejemplar del Evangelio. Y empecé a leerlo».
La figura de Jesús le fascina desde el primer momento. «Ese hombre sufría, lloraba. Era como yo. Conocía mi experiencia. Buda es un hombre, pero tan perfecto que no tiene nada de humano». Pero Jesús seguía siendo únicamente un maestro, y ella una mujer que escuchaba. «Lo que me llevó a creer fue frecuentarle, frecuentar Su humanidad».
Un día que participaba en una misa, sintió claramente que Cristo le decía: “Desde hace tiempo camino contigo, pero no querías reconocerme”. «En ese momento me di cuenta de que la paz que tenía me había sido concedida por Otro. Entonces decidí seguirle».

Hay algo que ayuda a la certeza: «Mi herida». Piensas en todo lo que ha vivido, en las imágenes de la película Los gritos del silencio que te enseña en el ordenador. «He sido herida por un amor». No está hablando de lo que piensas: «Mi fe es una certeza herida. No es algo cerrado, completo. No. Abre todo mi ser a Dios, que me precede siempre y al que no poseo». Le divierte que en francés se diga, como en italiano y español: tengo fe. «¡La fe no es un bien que podamos poseer!», sonríe. Enseguida se pone seria: «Es la piedra arrancada de mi sepulcro». Un amor que ha llegado a escrutarla en su rabia, «mi verdadera prisión», y a desbaratar la coherencia budista, «porque me permite amarme hasta el fondo tal como soy, tan imperfecta, tan rota. Y me permite amar al mundo tal como es, no como yo querría que fuese».

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