Camboya. Superviviente de los campos de trabajo forzado del régimen de Pol Pot, la ex intelectual budista CLAIRE LY cuenta su conversión al catolicismo. El vínculo con un Dios que ha irrumpido en el silencio de la prisión y el encuentro con la humanidad de Jesús: «La fe no es un salto al vacío o una idea. Es un camino»
«Mírame. He sido valiente. Tienes que aplaudirme». Por la noche, bajo la luz débil de su celda, habla siempre y sólo con él. Con su enemigo. Incluso le ha dado un nombre: “el Dios de los occidentales”. No existe, es sólo el objeto mental sobre el que concentrarse: como intelectual budista seria, le ha elegido para descargar en Él su rabia y su angustia. Para no morir de dolor. Y para no traicionar la coherencia de la vía media que conduce al nirvana. «En el budismo no se pueden experimentar sentimientos negativos, y Él era el único al que podía contar lo que estaba viviendo». Prisionera de la violencia de un killing field, los campos de trabajo forzado creados por el régimen de Pol Pot para llevar a cabo la utopía comunista.
Nos
hallamos en 1977, Claire Ly está deportada desde hace dos años. Desde
el 17 de abril del 75, día en que los jemeres rojos, guerrilleros de la
revolución, fusilan a su padre, a su marido, a dos hermanos y a su
suegro. No le dejan tiempo para acariciarles, tiene que empezar a
caminar hacia los campos con un hijo de tres años de la mano, una hija
en el vientre y una pistola apuntándole a la cabeza. Junto a otros miles
de mujeres, burguesas como ella, acostumbradas a la vida en la ciudad y
ahora obligadas a trabajar en campos pantanosos. Se levantan a las
cuatro, caminan en fila india para no hablar entre ellas: todo el día
arrodilladas en los campos de arroz, por la tarde en los cursos de
reeducación política. Si te equivocas al responder, un golpe en la nuca.
Muchas acaban enfermando. Claire no. Entonces desafía a ese Dios
imaginario: «¿Has visto? Soy una mujer fuerte: era una intelectual y
aquí me ves, de campesina. Soy budista, y por eso esperaré hasta que te
oiga aplaudir».¿Y Él? «¡Él nunca aplaudió!», te suelta hoy con una carcajada de niña, cuarenta y cinco años después: «Pero en aquel silencio supe que Él existía».
«¡Existo!»
En la actualidad es profesora en el Instituto de Ciencias y Teología de las religiones de Marsella; vive en Francia desde 1980. Ha sobrevivido a cuatro años de régimen y cárcel que exterminaron a dos millones de camboyanos. Cuatro años de homicidios sumarios y fosas comunes, y para ella de diálogo con un Dios que era un culpable perfecto: «Porque el marxismo había nacido en occidente, y yo necesitaba algo que fuese muy grande con lo que poder desahogarme. Me estaban quitando mi identidad».
Arrancada
de sus seres queridos, despojada de lo que era, incluso en el aspecto
físico – uniforme y cabeza rapada –, obligada a amamantar a los hijos de
las demás, porque eran «hijos del régimen», y a no pronunciar el nombre
de los suyos: sólo hijo e hija. Pero en aquel acto de locura, que
estaba eliminando cualquier trato humano, ella no dejaba de tener una
necesidad: «Me entraban ganas de gritar: ¡existo!». En aquella vorágine
de adoctrinamiento y de muerte, tenía la intención de existir. No podía
aceptar la lógica que justificaba lo que estaba sucediendo, el karma,
para el que el mal es la expiación de las culpas de vidas pasadas: «No
era posible que las personas a las que amaba hubiera sido asesinadas por
sus pecados».En ese momento empieza a gritarle al “Dios de los occidentales”: «Durante dos años le insulté, sin preocuparme de su existencia. Pero esto creó un espacio entre Él y yo». Un espacio «necesario», dice ella, «completamente distinto de la divinidad que engloba todo». Cuenta lo que comenzó a partir de ahí como un gran misterio de amor. «Es así. En un amor agradeces siempre ser amada y dejas al otro la posibilidad de herirte. Yo empecé a dejar a Dios incluso la posibilidad de hacerme daño, de no responderme. Sin darme cuenta de ello, de golpe nos vimos libres los dos». Sólo con el tiempo comprendería el significado de esa relación y de esa libertad.
Antes
de que llegara el infierno, Claire vivía en Phnom Penh, la capital.
«Después de trabajar como profesora de Filosofía, fui nombrada Jefa de
departamento en el Ministerio de Educación». Es una mujer delicada. Ha
vivido dentro de la brutalidad más feroz, pero no ha adoptado ninguna de
sus formas. No le ha pertenecido. «La ideología había eliminado de raíz
el budismo theravada y había masacrado a sus maestros espirituales».
Había moldeado a los verdugos y a sus víctimas dentro del mismo pueblo,
de la misma sangre, de la misma religión. Su tierra se había quedado sin
alma. Y ella decidió marcharse enseguida con sus dos hijos. Y con una
«paz íntima», que le había acompañado en aquel periodo. «Pero no había
comprendido todavía que no era mía».
Dos motivosEmprende el camino de los refugiados hacia Tailandia, y desde allí, en 1980, emigra a Francia. Una de las primeras cosas con las que se topa, en sus nuevos estudios, es una encíclica de Juan Pablo II, la Dives in misericordia. «La leí y, como filósofa, quería verificar su coherencia. Por eso fui a ver a un sacerdote que me había ayudado nada más llegar y le pedí un ejemplar del Evangelio. Y empecé a leerlo».
La figura de Jesús le fascina desde el primer momento. «Ese hombre sufría, lloraba. Era como yo. Conocía mi experiencia. Buda es un hombre, pero tan perfecto que no tiene nada de humano». Pero Jesús seguía siendo únicamente un maestro, y ella una mujer que escuchaba. «Lo que me llevó a creer fue frecuentarle, frecuentar Su humanidad».
Un día que participaba en una misa, sintió claramente que Cristo le decía: “Desde hace tiempo camino contigo, pero no querías reconocerme”. «En ese momento me di cuenta de que la paz que tenía me había sido concedida por Otro. Entonces decidí seguirle».
Recibe
el Bautismo el 24 de abril de 1983, a los treinta y siete años. Dice
que el cristianismo le ha seducido por dos motivos. «Es un Dios que
entra en mi vida». Y, además, custodia la libertad. «Esta es mi grandeza
humana: mi respuesta libre y razonable a la llamada de Cristo. Libre
también para no hacer la voluntad de Dios. Como Él lo es para no hacer
la mía…», sonríe. Se emociona cuando habla de la paradoja de esta
relación. Es una «ruptura» que no la ha destrozado. Es una elección
«razonable» de aceptar una locura: «Porque la Resurrección es una
locura. Pero sin ella, mi fe sería vana. Es una locura que me hace usar
todo mi corazón y toda mi cabeza».Hay algo que ayuda a la certeza: «Mi herida». Piensas en todo lo que ha vivido, en las imágenes de la película Los gritos del silencio que te enseña en el ordenador. «He sido herida por un amor». No está hablando de lo que piensas: «Mi fe es una certeza herida. No es algo cerrado, completo. No. Abre todo mi ser a Dios, que me precede siempre y al que no poseo». Le divierte que en francés se diga, como en italiano y español: tengo fe. «¡La fe no es un bien que podamos poseer!», sonríe. Enseguida se pone seria: «Es la piedra arrancada de mi sepulcro». Un amor que ha llegado a escrutarla en su rabia, «mi verdadera prisión», y a desbaratar la coherencia budista, «porque me permite amarme hasta el fondo tal como soy, tan imperfecta, tan rota. Y me permite amar al mundo tal como es, no como yo querría que fuese».
Ha
encontrado también las palabras para expresar ese grito que tenía
dentro, esa pretensión de existir mientras se negaba todo: «El “yo” no
es una ilusión. Yo existo realmente. No soy una partícula de un todo
metafísico: soy única, grabada para siempre en el corazón de mi Dios.
Por eso soy íntegra, y no puedo ser reducida a lo que hago». Y piensa de
nuevo en la identidad que le ha sido arrancada. No se la han devuelto
el tiempo o los tribunales internacionales: «Cada día existo plenamente
sólo si estoy en relación con Dios. Mi identidad está en devenir».
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