El Papa canoniza a fray Junípero Serra, "que fue siempre adelante, porque el Señor espera, el hermano espera"
Francisco: "El pueblo de Dios no teme al error, teme al encierro, a las élites, a las propias seguridades"
"Jesús no dio una lista selectiva de quién sí y quién no, de quiénes son dignos o no de recibir su mensaje y su presencia"
Ésta fue la homilía del Papa Francisco:
«Alégrense siempre en el Señor. Repito: Alégrense» (Flp 4,4). Una
invitación que golpea fuerte nuestra vida. «Alégrense» nos dice Pablo
con una fuerza casi imperativa. Una invitación que se hace eco del
deseo que todos experimentamos a una vida plena, a una vida con sentido,
a una vida con alegría. Es como si Pablo tuviera la capacidad de
escuchar cada uno de nuestros corazones y pusiera voz a lo que sentimos y
vivimos. Hay algo dentro de nosotros que nos invita a la alegría y a no
conformarnos con placebos que simplemente quieren contentarnos.
Pero a su vez, vivimos las tensiones de la vida cotidiana. Son muchas
las situaciones que parecen poner en duda esta invitación. La propia
dinámica a la que muchas veces nos vemos sometidos parece conducirnos a
una resignación triste que poco a poco se va transformando en
acostumbramiento, con una consecuencia letal: anestesiarnos el corazón.
No
queremos que la resignación sea el motor de nuestra vida, ¿o lo
queremos?; no queremos que el acostumbramiento se apodere de nuestros
días, ¿o sí?. Por eso podemos preguntarnos, ¿cómo hacer para que no se
nos anestesie el corazón? ¿Cómo profundizar la alegría del Evangelio en
las diferentes situaciones de nuestra vida?
Jesús lo dijo a los
discípulos de ayer y nos lo dice a nosotros hoy: ¡vayan!, ¡anuncien! La
alegría del evangelio se experimenta, se conoce y se vive tan solo
dándola, dándose.
El espíritu del mundo nos invita al conformismo, a
la comodidad; frente a este espíritu humano «hace falta volver a sentir
que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por
los demás y por el mundo» (Laudato si', 229). Tenemos la responsabilidad
de anunciar el mensaje de Jesús. Porque la fuente de nuestra alegría
«nace de ese deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber
experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva»
(Evangelii gaudium, 24). Vayan a todos a anunciar ungiendo y a ungir
anunciando.
A esto el Señor nos invita hoy y nos dice: La alegría el
cristiano la experimenta en la misión: «Vayan a las gentes de todas las
naciones» (Mt 28,19).
La alegría el cristiano la encuentra en una invitación: Vayan y anuncien.
La alegría el cristiano la renueva, la actualiza con una llamada: Vayan y unjan.
Jesús
los envía a todas las naciones. A todas las gentes. Y en ese «todos» de
hace dos mil años estábamos también nosotros. Jesús no da una lista
selectiva de quién sí y quién no, de quiénes son dignos o no de recibir
su mensaje, su presencia. Por el contrario, abrazó siempre la vida como
ésta se le presentaba. Con rostro de dolor, hambre, enfermedad, pecado.
Con rostro de heridas, de sed, de cansancio. Con rostro de dudas y de
piedad. Lejos de esperar una vida maquillada, decorada, trucada, la
abrazó como venía a su encuentro. Aunque fuera una vida que muchas veces
se presenta derrotada, sucia, destruida. A «todos» dijo Jesús vayan y
anuncien; a toda esa vida como está y no como nos gustaría que fuese,
vayan y abracen en mi nombre. Vayan al cruce de los caminos, vayan... a
anunciar sin miedo, sin prejuicios, sin superioridad, sin purismos a
todo aquel que ha perdido la alegría de vivir, vayan a anunciar el
abrazo misericordioso del Padre. Vayan a aquellos que viven con el peso
del dolor, del fracaso, del sentir una vida truncada y anuncien la
locura de un Padre que busca ungirlos con el óleo de la esperanza, de la
salvación. Vayan a anunciar que el error, las ilusiones engañosas, las
equivocaciones, no tienen la última palabra en la vida de una persona.
Vayan con el óleo que calma las heridas y restaura el corazón.
La
misión no nace nunca de un proyecto perfectamente elaborado o de un
manual muy bien estructurado y planificado; la misión siempre nace de
una vida que se sintió buscada y sanada, encontrada y perdonada. La
misión nace de experimentar una y otra vez la unción misericordiosa de
Dios.
La Iglesia, el Pueblo santo de Dios, sabe transitar los caminos
polvorientos de la historia atravesados tantas veces por conflictos,
injusticias, violencia para ir a encontrar a sus hijos y hermanos. El
santo Pueblo fiel de Dios, no le teme al error; le teme al encierro, a
la cristalización en elites, al aferrarse a las propias seguridades.
Sabe que el encierro en sus múltiples formas es la causa de tantas
resignaciones.
Por eso, «salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida
de Jesucristo» (Evangelii gaudium, 49). El Pueblo de Dios sabe
involucrarse porque es discípulo de Aquel que se puso de rodillas ante
los suyos para lavarles los pies (cf. ibíd., 24).
Hoy estamos aquí
porque hubo muchos que se animaron a responder a esta llamada, muchos
que creyeron que «la vida se acrecienta dándola y se debilita en el
aislamiento y la comodidad» (Documento de Aparecida, 360). Somos hijos
de la audacia misionera de tantos que prefirieron no encerrarse «en las
estructuras que nos dan una falsa contención... en las costumbres donde
nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta»
(Evangelii gaudium, 49). Somos deudores de una tradición, de una cadena
de testigos que han hecho posible que la Buena Nueva del Evangelio siga
siendo generación tras generación Nueva y Buena.
Y hoy recordamos a
uno de esos testigos que supo testimoniar en estas tierras la alegría
del Evangelio, Fray Junípero Serra. Supo vivir lo que es «la Iglesia en
salida», esta Iglesia que sabe salir e ir por los caminos, para
compartir la ternura reconciliadora de Dios. Supo dejar su tierra, sus
costumbres, se animó a abrir caminos, supo salir al encuentro de tantos
aprendiendo a respetar sus costumbres y peculiaridades. Aprendió a
gestar y a acompañar la vida de Dios en los rostros de los que iba
encontrando haciéndolos sus hermanos. Junípero buscó defender la
dignidad de la comunidad nativa, protegiéndola de cuantos la habían
abusado. Abusos que hoy nos siguen provocando desagrado, especialmente
por el dolor que causan en la vida de tantos.
Tuvo un lema que
inspiró sus pasos y plasmó su vida: supo decir, pero especialmente supo
vivir diciendo: «siempre adelante». Esta fue la forma que Junípero
encontró para vivir la alegría del Evangelio, para que no se le
anestesiara el corazón. Fue siempre adelante, porque el Señor espera;
siempre adelante, porque el hermano espera; siempre adelante, por todo
lo que aún le quedaba por vivir; fue siempre adelante. Que, como él
ayer, hoy nosotros podamos decir: «siempre adelante».
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