Por Mary Almenara
Viendo lo que han cambiado las cosas, nos cuesta trabajo entender
las diferencias que se han ido introduciendo desde aquellas Semanas
Santas que nos tocó vivir, sobre todo a los que ya tenemos unos
añitos tras nuestra espalda y las que nos han tocado vivir en la
actualidad.
Ya, desde el colegio, nos aleccionaban como debíamos
comportarnos, haciendo hincapié sobre todo, en lo que debíamos
comer y lo que no. Por mucho que la monja explicaba que lo
único que no se podía comer era la carne siempre estaba la típica
niña que entendía que, como el huevo salía de la gallina,
también estaba prohibido. A la pobre monja llegaba a sacarla de sus
casillas como nadie lo había hecho, terminando por dejar de darle
explicaciones y dejándola como misión imposible.
Mi madre, por su parte, ponía las reglas tácitas e irrevocables
que nadie se podía saltar. La primera de todas era la prohibición
de cantar, salvo que fueran canciones de la iglesia y sólo hasta el
miércoles, a partir de ahí y, según ella, ni los pájaros cantaban
ni salían de los nidos, por lo que, nosotros humildes mortales, no
podíamos soltar ni un gorgorito.
Las emisoras de televisión, que en aquella época sólo estaban
la uno y la dos, no dejaban de emitir películas basadas en la pasión
de Cristo, procesiones y, sólo de vez en cuando, algún programa de
dibujos animados.
La radio nos hacía escuchar todo el repertorio de saetas de
Juanita Reina, Antoñita Moreno o alguna otra folklórica que
tuviera unos dones especiales para este tipo cantos.
Otra prohibición, que no debía saltarse bajo ningún concepto,
era que los novios se vieran durante toda la Semana Santa, y, mucho
menos, ponerse a mociar. Para verse tenían que acudir a los oficios
religiosos y procesiones, hacerlo fuera de estos instantes era casi
un sacrilegio. Lógicamente esto era respetado a raja tabla.
Pero, tal y como dijo Don Hilarión en la conocida zarzuela La
Verbena de la Paloma, “los tiempos cambian que es una barbaridad”
¡y vaya si han cambiado! Para empezar los centros oficiales,
maestros, políticos y algún gremio más, toman vacaciones durante
toda la semana, y la mayoría se va de viaje o cogen apartamento u
hotel en el sur donde disfrutan de esas minis vacaciones.
La música no deja de sonar de lunes a domingo y, aquellas
antiguas saetas no la conocen nuestros jóvenes a menos que por
televisión se emitan las procesiones desde algún punto de España
donde se continúa con esta tradición. Las salas de fiesta no
cierran y los restaurantes y cafeterías permanecen abiertas para uso
y disfrute de los parroquianos.
Por supuesto los novios no dejan de verse y no en misa
precisamente, sino que comparten apartamento o días de playa solos o
con amigos.
Las costumbres en las comidas también han cambiado y lo mismo
comemos carne que pescado cuando nos apetece, salvo el Viernes Santo
que, más por tradición que por devoción, se hace y come en reunión
en casa o en el campo, nuestro típico sancocho de pescado salado.
Pero esto también ha dado un giro de modernidad y ya hay mucha
gente que hace un asadero de chuletas, chorizos y costillas. Ante
esto, probablemente, habrá quien se lleve las manos a la cabeza en
un gesto de asombro.
Particularmente me pregunto ¿Cuántas de estas personas que no
comen la carne el Viernes Santo, acuden a los actos sacros de su
parroquia? Me atrevería a jurar que más de la mitad no se acercará
a la celebración de una misa o a acompañar al Santísimo sólo un
minuto.
Es por lo que digo que lo del sancocho es más por tradición que
por vocación. Esta es, como digo siempre, mi opinión particular.
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