sábado, 8 de marzo de 2014

RECUERDOS DEL AYER.


 Por Mary Almenara.
A pesar de que los días han estado fríos y lluviosos, no nos queda otro remedio que continuar viviendo y llevar a cabo las tareas del día a día. Entre ellas está el lavar nuestra ropa. Hacer este trabajo incluía el sufrimiento de tender para, a los pocos minutos, verme al corre, corre recogiendo la ropa y que el viento y el agua no se apropiaran de ella.
 Seguro que más de una lectora o lector que disponga en su casa de una secadora, no se vio en la misma situación que servidora. El motivo es porque en casa tengo una secadora, tamaño muy familiar, pues dispongo de una hermosa azotea con sus liñas correspondientes por lo que, el artilugio de secado rápido, no entra por ahora entre mis electrodomésticos.
Viviendo esta odisea que les he relatado, me acordé de lo que han cambiado las cosas en pro de facilitar las ocupaciones domésticas. Y, mientras esperaba que la lavadora llegara al final de su ciclo programado, me vino a la cabeza aquella época en la que no existía entre nosotros éste “salvador” artilugio.
Remontándome a los años de mi juventud debo aclarar, para algún joven que me lea, que eran las mujeres las encargadas de todas las labores del hogar, desde la cocina hasta la crianza de los hijos. El cometido del hombre era trabajar fuera de casa para traer un sueldo
Entre los trabajos de la mujer entraba, como es lógico el de lavar la ropa de su casa, para ello se desplazaban a las acequias o cantoneras donde, aprovechando el agua que discurría por éstas para el riego de las fincas y cercados, se hacía el lavado.
Recuerdo verlas cargadas con la bañera de cinc en la cabeza y, uno o dos baldes del mismo material llenos de ropa, en cada mano. No era extraño que, cogido de su falda, llevara un hijo que la hacía aminorar el paso con el consiguiente refunfuño por parte de la madre y la perreta del chiquillo.
 Entre las acequias más famosas,  donde acudían las amas de casa, recuerdo la de el Roque, en la calle del mismo nombre, la del barranco Real, en San José de Las Longueras, la del Campillo en la zona de San Gregorio. También se lavó mucho en la cantonera de Los Picachos, El Campillo o el Callejón del Castillo. Probablemente se quede alguna en el tintero pues eran muchas y muy dispersas.Una vez que llegaba a la acequia o cantonera se hacía con “su piedra” cada mujer tenía la suya y esto se respetaba a rajatabla aunque, siempre había una listilla que se saltaba la regla, pero poco le duraba el contento porque se armaba la marimorena. Ya instalada mojaba la ropa para que se fuera (ablandando), a continuación la enjabonaba con jabón Suasto y la apiñaba para al poco rato estregarla entre la piedra y sus manos.
El segundo paso consistía en tender la blanca al sol mientras se empezaba a lavar la de color. De vez en cuando se rociaba para que el jabón se ablandara y, entre éste y el sol, dejarla blanca como el alba.Para muchas mujeres la jornada se extendía por todo el día, dándose casos en los que los hijos mayores, una vecina o el propio esposo le llevaban la comida hasta el lavadero.Regresaban a la casa con la ropa seca y dispuesta para almidonar y planchar con aquellas pesadas planchas de carbón.
Con el tiempo llegó la lejía que fue recibida por las sufridas mujeres como bendición del cielo. Ésta les ahorraba un gran trabajo, sobre todo con la ropa blanca, que antes tenían que solear pero que con la lejía sacaban antes y, con menos trabajo, las manchas en las ropas de lo chiquillos y, sobre todo, en la ropa interior que era de muselina y no como la de hoy donde reina el nylon.
La llegada del agua corriente a las casas, fue otro paso a favor de las mujeres, ya que éstas colocaron en el patio la pileta de cemento donde lavaban sin tener que salir de su casa. Sin embargo, el invento que ayudó a la mujer a liberarse de aquel trabajo tan duro y sacrificado, fue la lavadora. Las primeras había que llenarlas con baldes o colocarla debajo del grifo y, el agua del lavado que salía por una manguera,  se aprovechaba para baldear el patio.Con el paso del tiempo hemos llegado a las lavadoras, casi inteligentes, tanto que con algunas nos vemos  obligadas a hacer un curso para entenderlas. A aquellas primeras, y a las que hoy traen incorporada la secadora, las mujeres se sienten con ganas de levantarle un monumento. 

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