sábado, 4 de mayo de 2019

Seamos honestos: todos en algún momento  nos hemos avergonzado de hacer la señal de la cruz.

Quizás no es un problema hacerla durante la misa o en el grupo juvenil, pero una vez que te encuentras en cualquier tipo de entorno público la cosa es distinta.
Hacer el signo de la cruz no es solo un gesto. No es solo un amuleto de buena suerte antes de una gran jugada en un partido. No es solo una señal visible (como una marca con ceniza en tu frente para señalar a todos que eres católico). Es una oración. Y es una de las oraciones más poderosas que puedes hacer.
Al tocar mi frente le pido a Dios que ocupe todos mis pensamientos. Al tocar mi boca, le pido que cuide mis palabras. Al tocar mi pecho consagro a Él todos los sentimientos de mi corazón.  Al tocar mi hombro izquierdo, le ofrezco todas mis penas y preocupaciones. Al tocar mi hombro derecho, le consagro todas mis acciones.
El mundo que nos rodea, y tal vez, nuestra propia mente, nos envía muchos mensajes: cosas como “no vale la pena amar”, “no eres lo suficientemente bueno”, “nunca pertenecerás realmente”, y la lista sigue y sigue.
No sé qué mentiras luchas por no creer, pero sí sé que en esta sencilla oración recuerdas, día a día, cómo la cruz combate todas estas limitaciones. A través del signo de la cruz reafirmas que no estás solo en esta batalla. Reafirmas tu identidad y valor.
Cuando hacemos esta señal tomamos conciencia de que nuestro valor se encuentra en que Cristo dio la vida por nosotros en una cruz.
San Juan María Vianney justifica esto cuando dice: “La Iglesia desea que tengamos [la señal de la cruz] continuamente en nuestras mentes para recordarnos lo que valen nuestras almas y lo que le cuestan a Jesucristo”.
Hacer constantemente este gesto nos recuerda no solo quiénes somos, sino lo más importante, de quién somos. Reconocemos que pertenecemos a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario