sábado, 16 de mayo de 2020

LA PALABRA DEL DOMINGO

DOMINGO SEXTO PASCUA. CICLO A.

Jun. 14,15-21.


El que me ama será amado por mi Padre, y Yo también lo amaré (Jn 14,21).
Tras la muerte de Esteban, se desató una persecución contra los cristianos, que produjo la primera expansión de la Iglesia fuera de Jerusalén, por Judea y Samaría, quedando en Jerusalén sólo los Apóstoles.
El diácono Felipe llegó a la ciudad de Samaría predicando a Cristo, acompañando su predicación con signos poderosos como la expulsión de los demonios y la curación de enfermos. La ciudad se llenó de alegría al recibir el anuncio del Evangelio. Algún predicador se había adelantado a Felipe, pues algunos samaritanos ya habían recibido el Bautismo en nombre de Jesús, aunque no se les había comunicado el don del Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad (Jn 14,17.26; 15,26; 16,13), como Jesús había anunciado a sus discípulos que les enviaría desde el Padre. Por eso, les dijo que les convenía que Él se fuera para que, viniendo el Espíritu, éste los llevara a la comprensión plena del misterio salvífico de Dios (Jn 16,7).
Cuando los Apóstoles –que se quedaron en Jerusalén– tuvieron noticia de que Samaría había creído en Jesús, les enviaron a Pedro y a Juan para que les comunicaran el Espíritu Santo por la imposición de las manos. El Espíritu Santo es el «protector» (Paráclito), que, en ausencia de Jesús, los auxiliaría. El Espíritu de Dios es incompatible con el mundo, dominado por un espíritu contrario a Dios, que no conoce ni admite a Dios en su vida, ya que es un espíritu de autosuficiencia y endiosamiento; en cambio, ellos sí que lo conocen porque está con ellos.
Como les había dicho en la Última Cena, que cuando hubiera muerto, volvería a ellos con una vida tal que ellos vivirían por Él, esto es precisamente lo que ahora tiene lugar de forma misteriosa, pero real, por los sacramentos, y singularmente por los tres de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. Por medio de ellos, se transmite, se fortalece y se alimenta la vida divina que Dios regala a los hombres, haciéndolos hijos suyos.
El pasaje de los Hechos de los Apóstoles diferencia claramente el sacramento del Bautismo del de la Confirmación. Éste segundo es menos conocido y valorado pues parece que incluso se puede llevar la vida cristiana sin él. Sin embargo es uno de los tres sacramentos de la iniciación cristiana, que requiere la administración de los tres para que la vida cristiana sea normal y plena. De hecho, los Apóstoles, cuando tienen noticia de que los samaritanos han acogido la fe cristiana y han recibido el Bautismo en el nombre de Jesús, les envían a dos de los más destacados miembros del grupo para que les infundan el Espíritu Santo orando sobre ellos e imponiéndoles las manos.
Como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, el sacramento de la Confirmación acrecienta y profundiza la gracia bautismal, por la que, naciendo del agua y del Espíritu, somos engendrados como hijos del Padre; la acción del Espíritu nos une más estrechamente a Cristo, modelo de hombre e Hijo de Dios; la presencia del Espíritu en nosotros aumenta la eficacia de sus dones: de sabiduría e inteligencia, de consejo y de fortaleza, de ciencia y piedad, y el don del santo temor de Dios; la influencia del Espíritu nos vincula más estrechamente a la Iglesia, que es la familia de los hijos de Dios, y el vigor del Espíritu que acompañó a Jesús en su misión nos fortalece para que demos testimonio valeroso de Cristo, hasta el derramamiento de nuestra sangre. Finalmente, por la unción con el santo crisma, el confirmando es sellado con la marca del Espíritu como propiedad de Cristo, puesto a su servicio y bajo su protección (n. 1285-1303).
Por el don del Espíritu Santo que se nos comunica en la Confirmación, adquiere nuevo auge la vida divina que germina en nosotros en el Bautismo, y que es la misma vida que Jesús tiene en común con el Padre y que los discípulos recibirán a través de Jesús. Una vida que esencialmente consiste en el Amor (vida en el Espíritu), que une a los discípulos con Jesús, y a Jesús, con ellos y con el Padre. Este amor no brota de nuestro corazón para que amemos a Dios, sino que es Dios el que nos amó y nos envió a su Hijo para que todo el que cree en Él tenga la vida eterna (1Jn 4,10; Jn 3,16).

La autenticidad de su amor a Jesús reside en que cumplen sus mandamientos (Jn 14,21; 15,10), que se resumen en el amor mutuo entre ellos como Él los ha amado (Jn 15,12.17).

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