Por María Sánchez
Se dice que: “todo tiempo pasado fue mejor” y, aunque en
ocasiones, esta frase no es del todo acertada no es menos cierto que en momentos pasados, sí ocurrieron
acontecimientos que, por una razón u otra marcaron nuestra vida o los
recordamos con cariño y hasta con un pelín de nostalgia.
Una de las tantas cosas, que en mi pensamiento guardo con
cierta nostalgia, son los carnavales que se vivían en mí juventud en la Villa de Agüimes, o aquellos
que se celebraban en nuestros pueblos y ciudades.
Lo primero a destacar sería la vestimenta o disfraz que se
usaba para salir a la calle. No se hacían grandes gastos, tampoco había mucho
dinero para ello, pero que bien se pasaba con un pantalón viejo y una chaqueta
raída. Como guantes unos calcetines y, como antifaz, un pañuelo al que se le
abrían tres agujeros, dos para los ojos y uno para la boca, que lo mismo
valía para respirar que para hablar con
cierta comodidad.
La gente salía a la calle al grito de: “me conoces
mascarita” acercándose a los vecinos para, con voz de falsete darles la tabarra, diciéndoles donde vivían y de
qué lo conocían. El interlocutor se quedaba a cuadros hasta que el mascaron
confesaba su identidad. La broma se cerraba con un apretado abrazo entre
carcajadas.
Otra de las cosas muy típicas de la época era llevar,
colgado del brazo, un cesto de mimbre o caña. De esta guisa se tocaba en la
casa de los vecinos y parientes, donde se le pedía un huevo o una tortilla de
carnaval.
No había murgas, ni reinas y mucho menos drag queen. Éstos
ni en sueños habían aparecido por los años de mis recuerdos. El divertimento,
por excelencia era el baile de la sociedad o la frate.
Las mujeres solteras debían ir acompañadas por su madre y,
por el marido, las casadas. Al entrar era obligación destaparse la cara ante el
portero para ser reconocido por éste. La finalidad era, por un lado, saber si
eras mujer ya que éstas no pagaban. El otro motivo era saber, en caso de ser
varón, cual sería tu comportamiento a la hora de tomarse unas copas. En los pueblos
pequeños todos se conocen y saben si llevas bien lo de beber o, por el
contrario, eres de los que te lías a tortas con todo quisque después de dos
copas de ron. (El reconocimiento se
hacía en una habitación aparte para preservar tu identidad)
Hoy el carnaval se ha convertido, a mi modesto entender, en
un asunto donde tiene mucho que decir la política, más que la diversión y la
camaradería. Las murgas, que siempre fueron un referente de la crítica
simpática pero veraz, han dado un cambio que no siempre es tan bueno ni tan
bonito como quieren hacernos ver.
Más que cantar desafinan y, oída una, oídas todas. Se
empeñan en meter segundas y terceras voces cuyo resultado, es no poder entender
lo que quieren decir.
Recuerdo, no sin nostalgia, aquellas murgas que con sus
letras nos hacían reír. Hoy, más parecen un juego de marionetas con tanto
“manoteo,” que un grupo de personas dispuestas a cantar.
Como digo al principio, sí es cierto que en ocasiones, cualquier tiempo pasado fue mejor. Y, que por mucho que las murgas
lo pregonen en sus canciones, el carnaval ha dejado de ser del pueblo para convertirse
en un desfile de indumentarias, cada vez más caras y aparatosas.
Dejo claro que es mi modesta opinión que tal vez usted,
estimado lector, no comparta conmigo. Tampoco pretendo seguir viviendo en los
años cincuenta ni setenta pero, si pienso, que de aquel carnaval alegre y
divertido queda muy poco o casi nada.
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