El filósofo y teólogo catalán culmina la tetralogía sobre la muerte y el duelo con ‘La Paraula que em sosté’
En
Navidad, la ausencia de los seres queridos es más notoria, pero
creer que la muerte es un nacimiento más elevado, como dice Joan
Maragall, es un motivo de esperanza. Este es uno de los pensamientos
que acompañan estos días al filósofo y teólogo Francesc Torralba,
que el pasado 18 de diciembre presentó en Malgrat de Mar La
Paraula que em sosté. Meditacions d’un teòleg en temps de
dol (Ara
Llibres, 2025). Con esta obra, el
pensador catalán culmina una tetralogía sobre la muerte y el duelo
iniciada hace 16 años,
a la que ha dedicado un conjunto de obras escritas desde la condición
de pensador y, al mismo tiempo, desde la de una persona que en pocos
años ha visto morir a su padre y a su hijo.
Pregunta. .
En su anterior libro hacía referencia a las palabras humanas y a su
incapacidad para curar la herida causada por un duelo. En cambio, en
esta nueva reflexión habla de la Palabra de Dios, que sí tiene el
poder de transformar en situaciones extremas. ¿Cómo define la
diferencia entre palabra y Palabra?
Respuesta. .
No sabemos qué decir a la persona que experimenta el vacío
provocado por la muerte de un ser querido, especialmente un hijo, un
hermano o la pareja. Mi hijo murió el 14 de agosto de 2023, cuando
todo el mundo estaba disperso por el mundo, en plenas vacaciones.
Cuando los amigos se enteraron de la trágica noticia, empecé a
recibir mensajes. Los más repetidos fueron “no tengo palabras”,
o “no sé qué decirte”, “las palabras que pueda decirte no
servirán para consolarte”. Y era verdad: las palabras son
insuficientes en situaciones así. Ahora bien, tenemos otras formas
de lenguaje balsámicas, como la caricia, el beso, las lágrimas, el
abrazo.R. Aun
así, yo he encontrado el bálsamo en la meditación de la Palabra de
Dios. Por eso todo este texto viene a ser una reflexión meditativa
sobre fragmentos del Antiguo y del Nuevo Testamento que me han dado
una cierta paz. No es una palabra humana, sino que viene de Dios y
promete una esperanza. Eso da tranquilidad, pero hay que creerla y
ponerla en práctica. La Palabra está ahí, pero la clave es cómo
te relacionas con ella. Hay personas agnósticas y ateas que la leen
y se quedan igual de huérfanas y desesperadas que antes. Quizás
encuentran paz en Epicteto o Séneca. Yo hablo de mí, de la Palabra
que me ha ayudado a sostenerme cuando he visto romperse todo en mil
pedazos.
P.¿La
fe se pone a prueba en la adversidad?.
R.La
adversidad, particularmente la muerte de un hijo, es una especie de
movimiento sísmico, un acontecimiento que altera todas tus
dimensiones como persona. Nunca serás el mismo. En la vida hay
hechos, que es lo habitual, y hay acontecimientos, que es aquello que
no esperamos: una catástrofe, una pandemia, un diagnóstico de
cáncer de mama, un fracaso afectivo, un fracaso laboral, la muerte
de un ser querido a los 26 años. En estas situaciones,
efectivamente, la fe se pone a prueba. Como también se ponen a
prueba los vínculos, nuestras relaciones y nuestras creencias. A mí
la muerte de mi hijo me ha servido para fortalecer y madurar mi fe.
Pero entiendo perfectamente que para algunas personas la misma
experiencia suponga una ruptura, y que no puedan en absoluto volver a
imaginar una relación personal con Dios. Lo seguro es que la
relación con Dios cambia a raíz de una experiencia extrema: si
antes podías entenderlo como un fontanero que arregla los
desperfectos de la vida cotidiana, ahora lo ves como un Dios
misterioso del que ignoramos quién es y cómo es.
P. Después
de perder a su hijo, ¿su fe tambaleó en algún momento?
R. No,
pero me ha hecho darme cuenta de que ese pensamiento que tengo sobre
Dios es demasiado humano. A menudo pedimos a Dios, en la oración de
petición, que se haga realidad aquello que deseamos: encontrar
trabajo, vivienda, que la hija acabe la carrera y encuentre alguien
noble que la cuide y la ayude a realizarse como ser humano. Pero yo
parto de una definición de oración diferente, que aprendí de
Kierkegaard: orar es escuchar qué es lo que Dios quiere de mí
ahora. Después de la muerte de mi hijo recé en ese sentido, y
entendí que debía ser un bálsamo para mi familia y, en segunda
instancia, para otras personas que experimentan la pérdida de un ser
querido.
P. De
este acontecimiento ha sacado un libro edificante. ¿Estamos llamados
a convertir el dolor en una oportunidad para la belleza?
R. Sería
ideal, pero el dolor, a menudo, nos vuelve egoístas, rencorosos,
resentidos, amargados; hay personas que en el dolor solo destilan
odio contra el mundo y contra los demás. Pero lo ideal sería que
esa experiencia que no queríamos pudiéramos transformarla en un
aprendizaje, que nos una y nos ayude a valorar más la vida que
vivimos.
P. ¿Cuáles
son los principales aprendizajes que ha extraído usted a raíz de la
muerte de su hijo?
R. Explico
varios en el libro. Pero diré dos fundamentales. El primero, la
humildad: no somos nada y podemos dejar de estar aquí en cualquier
momento. Lo último que pensaba el día que murió mi hijo era que
volvería solo en coche a casa. Es muy difícil ser arrogante y
prepotente cuando te encuentras ante una contrariedad que te hace
sentir impotente. También aprendes a ser muy magnánimo. Te das
cuenta de que el tiempo es limitado y que no puedes malgastarlo en
tonterías. Sería mejor que no tuviera que ocurrirnos una desgracia
para darnos cuenta, pero a menudo es como una apertura de ojos que te
permite mirar con más lucidez. Cada día es un don; damos por hecho
que estaremos mucho tiempo, pero en realidad la única certeza que
tenemos es que no viviremos para siempre y que el tiempo es limitado.
Algunas personas viven 117 años y otras mueren antes de nacer. Si
uno capta eso, se vuelve mucho más selectivo en el uso del tiempo.
Cada día es un don, cada minuto es un tesoro.
Las palabras son
insuficientes en situaciones así. Ahora bien, tenemos otras formas
de lenguaje balsámicas, como la caricia, el beso, las lágrimas, el
abrazo
P. ¿Qué
ha supuesto para usted escribir este libro?
R. Siempre
he pensado que el libro, de entrada, debe ser edificante. Para mí ha
sido liberador, catártico e higiénico porque he podido vaciar todo
un cúmulo de emociones. Hay quien necesita hablar, hay quien grita,
quien llora. Yo he llorado mucho, he hablado, he escrito. Cada uno
debe poder liberar lo que vive dentro; el blindaje y el hermetismo
son terribles en los procesos de duelo. Si hubiera salido un libro
lleno de amargura, ira y cólera contra el mundo, no lo habría
publicado. Una vez lo escribí, se lo di a leer a mi mujer y a mis
hijas. Como les hizo bien, pensaron que también podría hacer bien a
otras personas.
P. Como
teólogo, ¿es un reto especial reflexionar desde una experiencia tan
radical como esta?
R. La
teología es el discurso sobre Dios. A menudo hacemos una teología
muy abstracta, desarraigada de la vida, de lo que nos pasa. La
teología debe servir para intentar comprender lo que nos pasa e
iluminarlo a la luz de la Palabra de Dios. Si no, es una teología
estéril o de salón. Es distinto hacer teología cuando todo te va
bien que cuando todo te va mal. Es distinto hacer teología desde un
despacho en Stuttgart que desde un campo de exterminio o desde un
barrio paupérrimo. Lo que vivimos sobre Dios en un caso y en otro no
es lo mismo. Porque la teología es interpretación sobre la Palabra
de Dios, y la interpretación varía en función de lo que te pasa.
Si lees el Libro de Job cuando todo te va bien no lo entiendes. Pero
si lo haces cuando te va mal, lo entiendes perfectamente y comprendes
por qué maldice a Dios y el día en que nació.
P. Termina
2025 y, con él, el Jubileo de la Esperanza. ¿Cómo despertar la
esperanza, no solo en situaciones en las que sufrimos por la ausencia
de otras personas, sino también mientras lidiamos con situaciones de
la vida como problemas laborales o familiares, que a veces pesan
tanto?
R. La
esperanza es imprescindible, porque es como el aire que respiramos.
Lo contrario de la esperanza es la desesperación, que es no ver
ninguna posibilidad. Lamentablemente, es una experiencia habitual en
jóvenes y adultos, creer que no hay nada que hacer, ante la
violencia de género, ante el cambio climático, ante los políticos…
Hay muchas personas desesperadas, algunas porque no saben qué hacer
con su hijo o con su matrimonio; otras, porque llevan dos años sin
encontrar trabajo o tienen dificultades para acceder a una vivienda.
Hay motivos para la desesperación. No es ninguna estupidez estar
desesperado. Cuando haces un discurso sobre la esperanza, enseguida
te tachan de ingenuo y piensan que no lees los informes de la FAO o
de la UNESCO. Muchos piensan que no se puede tener esperanza cuando
todo se cae a pedazos, pero es justamente en contextos en los que hay
tanta desesperación donde es imprescindible la esperanza. Ahora
bien, en un mundo que nos empuja a sumarnos a la desesperación, es
difícil construir un discurso de esperanza, cristiana o no.